Facebook
Twitter
WhatsApp

Antonia: Un lujo en mi vida

Por: Ángeles Mastretta

Hace apenas unos meses vino a visitarme, pero cada vez le costaba más trabajo llegar. La querida Toña. Pienso en ella con fervor y agradecimiento.  La pura memoria de su vida en mi vida, es un ensalmo.

Antonia Romero tenía sólo un año más que yo, aunque sin duda su cuerpo y su alma habían trabajado mucho más. Murió ayer dejándole al mundo un hueco de los que sólo se llenan con el aire del recuerdo agradecido. Sin duda, el mío.

Nos conocimos hace cuatro décadas, un anochecer de diciembre en el que los vecinos de un condominio horizontal, en San Jerónimo, convocaron una posada. Allá fui yo con mi niño y mi segundo embarazo. Era una fiesta  desordenada. Yo apenas conocía a mis vecinos, me costaba la vida en ese rumbo. Así que me cobijé junto al puesto de salsas y quesadillas que atendía Toña. Ahí platicamos. Ella me contó que era de Michoacán, yo le dije que de Puebla. Ella que trabajaba con una señora de pelo platinado, que veíamos conversando como a diez metros de nosotros, yo que vivía en la casa cinco A. Ella que sus hijos se habían quedado en el rancho con su mamá. ¿Cuántos hijos? Cuatro, porque una ya se había casado y cuatro se le habían muerto, casi recién nacidos. Así que, para ese momento, a sus 34 y mis 33 años, ella había parido nueve veces y yo una. Estremecía oírla, pero al mismo tiempo era tan natural el tono en que hablaba, que mostrar compasión o desconcierto hubiera sido un agravio.  Así que, tras comer dos tortillas hechas con sus manos y la masa tierna, le dije un mil gracias, y un hasta luego que resultó premonitorio.

Ese fin de año me había tocado organizar la cena de la familia. Al medio día emprendí la absurda tarea de hacer un pavo. Había que tenerlo en el horno quién sabe cuántas horas y bañarlo cada tanto con su mismo jugo, una de esas aberraciones culinarias en las que no he vuelto a meterme ni de chiste.

Han de haber sido por ahí de las siete de la noche, cuando le abrí la puerta a una desconsolada Toña. Traía puesto un mandil de cuadritos y en su cara un pasmo que se rompió cuando la dejé entrar y escuché su historia. Resultaba que la señora del pelo platinado le había dicho que se fuera inmediatamente de su casa. ¿Por qué? Dijo Toña que porque le había lavado una blusa que en opinión de la platinada se echó a perder. Y que la señora se puso de tal modo furiosa que ni para oír razones. Que se fuera y que se fuera y que no la quería volver a ver. Como resultado de tan catastrófico evento, Toña no tendría en donde dormir esa noche. Me preguntó si le daría cobijo, dije que por supuesto. Quiso, yo no lo hubiera hecho, que le llamara a la señora para cerciorarme de su historia, no fuera a ser que luego la patrona dijera que le había yo sonsacado a su muchacha. Todos estos términos y modos de hablar, que en mi cabeza ya no existían, los usaba ella con una soltura impasible. Dije que no iba a llamar a nadie, pero ella insistió con eso tono suave, pero conminatorio que luego conocí como muy suyo y que hoy recuerdo como una bendición. Llamé. La señora del pelo platinado me dijo que por supuesto, y que allá yo. Así que Toña quedó en santa paz. Y yo en pie de guerra.  Por fortuna la mujer vivía en la casa nueve-algo y no tuvimos que volver a  verla. Toña acabó ayudándome con el pavo y desde ahí hasta siempre quedó establecido un pacto.

Nunca hubo  entre nosotras ni jerarquías, ni pleito, ni rencores, ni desconfianzas. Dos mujeres trabajando cada una en lo suyo y juntas para lo que fuera necesario. Ella cocinando con la distraída concentración de quien platica mientras arma rompecabezas, contenta y con la sonrisa de sus dientes pequeños y preciosos; yo deslumbrada con el hallazgo de una socia de ese tamaño.

Cuando nos conocimos, mi primer hijo tenía 6 meses. Ahora tiene cuarenta y dos años. Lo que suena mucho más tajante.  Así que pasamos más de media vida, sin parentesco de sangre, pero con los destinos entendiéndose. Trabajó conmigo un lustro antes de volver a tener espíritu para enamorarse y parir dos hijos más. Al final de esos primeros cinco años de compañía, me regaló un tesoro.

Es larga y muchas veces triste la historia de su vida. Pero su presencia en la mía no fue más que una fortuna.

Sabia ella y bendecida yo que la encontré con toda esa experiencia a cuestas. Parir era para ella una costumbre más, no un lujo que se vive con detalle y pensando si será debido tener a una segunda criatura a la que cuidar y crecer al mismo tiempo en que se trabaja a casi una hora en coche desde la casa; tener otra criatura en un lugar lleno de aberraciones y mientras se pretende escribir un libro con la historia que imaginó mil veces pero que tendría que inventar una última.

Yo me permití ese lujo y de semejante ventura nació una niña con los ojos grandes y una determinación de acero. Tenía dos semanas de existir ella y reverenciarla yo, cuando, una tarde, tras dos días de indagar en lo que parecía una gripa y el indiferente pediatra no encontraba de ninguna importancia, Toña se acercó a mirar cómo me la ponía en el pecho desnudo y dijo, con el mismo tono de suavidad y premura que le conocí siempre: “llévesela ahorita mismo al hospital, porque así tenían los labios mis cuatitos cuando se me murieron”.

Como empujada por ella, eché a la niña en la cuna de tela roja, la puse en la parte de atrás del coche y arranqué por el periférico temblando, llora y llora, como si de repente se me hubiera caído, igual que una lumbre, la quemazón de una verdad aterradora.

La niña se estaba muriendo. Y yo no me había dado cuenta, ni me hubiera dado cuenta nunca si no hubiera tenido cerca a Toña Romero. Con toda su breve vida y larga experiencia a cuestas, con toda su rutina de pérdidas y niños muertos, con toda su espontánea lucidez salvó a mi hija Catalina que llegó al hospital casi sin aliento.

¿Con qué pagar semejante intervención? Cuánto se llora la muerte de una aliada así. Toña: algo como traído por los ángeles o las luciérnagas de otro mundo.

La última vez que vino hurgó en su bolsa: “Le traje estos”, dijo y me extendió dos zapatitos rojos. Los había estrenado Catalina cuando cumplió diez meses. Y quién sabe cómo fue que ella los guardó durante 35 años. Los zapatos de la niña que nos vivió a las dos.

Ayer sus hijos la enterraron en Michoacán con flores y mariachis. Yo hubiera preferido hacer ese gasto dándole una fiesta, pero ella eso pidió y esa música tuvo. Quisiera poder decir que la veré en la otra vida, pero ya es mucho pedirle al destino. Fue un lujo tenerla cerca en ésta.

Poesía para hoy: De Octavio Paz, en Elegía. Algunos versos sueltos. Yo recuerdo tu voz,/… tu frente generosa como un sol y tu amistad abierta como plaza de cipreses severos y agua joven.

Música para hoy: Apres une reve. Gabriel Fauré.

Película para hoy:  Las horas contigo en Netflix